—¿Steve? —preguntó con cautela.
Se giró, sobresaltado. La culpa se reflejó en su rostro. «Amber, yo…»
—¿Con quién estabas hablando? —insistió, con la voz temblorosa.
Respiró hondo. —Mi hija —dijo en voz baja—. Stacy. Estaba hablando con Stacy.
Se le hizo un nudo en el estómago. Él le había contado sobre la muerte de Stacy, cómo ella y su esposa habían tenido un accidente automovilístico años atrás. Pero esto… esto era otra cosa.
Siguió hablando, con la voz temblorosa. «A veces hablo con ella. Sé que se ha ido, pero la siento conmigo. Sobre todo hoy. Quería que te viera. Que supiera que soy feliz de nuevo».
Amber no dijo nada. Se sentó a su lado, intentando asimilarlo todo. No estaba borracho ni deliraba; simplemente estaba destrozado de una forma que el tiempo no había curado. Su dolor seguía presente en la habitación.
Cuando por fin la miró, tenía los ojos llorosos. —Debí habértelo dicho —dijo—. No quería que pensaras que estaba loco.
—No estás loca —susurró—. Estás de luto.
Exhaló con dificultad. —A veces todavía la veo, en sueños. A veces juro que oigo su risa. Es como si… todavía estuviera aquí.
Amber le tomó la mano. —Ya has cargado con esto solo durante demasiado tiempo.
Asintió lentamente, con los hombros temblando. «No sabía cómo seguir adelante. Entonces apareciste tú, y por primera vez, quise hacerlo. Pero ella sigue siendo parte de mí».
—Debería ser así —dijo Amber—. Pero eso no significa que tengas que vivir en el pasado. Podemos encontrar la manera de reconciliarnos con ello, juntas.
Entonces Steve se derrumbó, en silencio. Años de dolor reprimido por fin pudieron salir a la luz. Ella lo abrazó hasta que dejó de temblar, hasta que su voz se suavizó de nuevo.
Cuando finalmente habló, fue apenas un susurro. —¿De verdad no quieres irte?
—No —dijo ella—. Has amado profundamente; eso no es algo de lo que debas huir.
Esa noche no terminó como sueñan los recién casados. No hubo clichés románticos, ni un final de película. En cambio, hubo honestidad: cruda y dolorosa, pero real.
En los días siguientes, las cosas no se solucionaron por arte de magia. Steve empezó terapia. Amber lo acompañaba a veces. Hablaban de la pérdida, de la culpa, de lo que significa volver a empezar cuando tu corazón aún pertenece a fantasmas.
Poco a poco, su hogar cambió. Las fotografías de Stacy que antes le causaban dolor se convirtieron en recuerdos de amor, no de pérdida. Volvió a sonreír —a sonreír de verdad— y Amber empezó a sentirse parte de un nuevo capítulo, no una intrusión en uno antiguo.
También hubo días difíciles —los aniversarios, los silencios vacíos— pero los afrontaron juntos.
Meses después, Amber lo encontró sentado en el porche, hablando en voz baja con el aire nocturno. No lo interrumpió. Cuando él se giró, sus ojos se encontraron con los de ella, tranquilos esta vez. «Le hablé de ti», dijo en voz baja. «Creo que le caerías bien».
Amber sonrió. —Eso espero.
Y lo decía en serio. Porque el amor no borra el dolor; simplemente te ayuda a sobrellevarlo de otra manera.
Eso fue lo que Amber aprendió al casarse con un hombre que aún hablaba con fantasmas: que el amor no se trata de perfección ni de olvidar el pasado. Se trata de caminar en la oscuridad con alguien que se niega a abandonarte.
La noche que se casó con Steve, pensó que había encontrado su final feliz. En cambio, encontró algo mejor: uno real.