—Cariño, ya lo entendí… No debo intentar retener un corazón que nunca me perteneció. Me voy, para que puedas vivir en tu mundo sin ataduras.
Él guardó silencio largo rato, con la mano temblando y los ojos enrojecidos. Pero al final, no dijo nada para detenerme.
El día que dejé esa casa, llevaba un equipaje ligero, pero un corazón pesado. Pesado de amor, de pena, de nostalgia… y, al mismo tiempo, más libre, porque sabía que había tomado la decisión correcta: liberar a los dos.
En el nuevo camino, me prometí vivir de otra manera. Una vida en la que mi corazón no tendría que esconderse detrás de ninguna sombra. Aprendería a amarme, y a esperar —si llegaba el momento— un amor verdadero, uno solo para mí, sin compartirlo con recuerdos ni fantasmas.
Y esta vez… juré que nunca más volvería a perderme a mí misma.