Lucía no pudo hablar. Asintió. «Eres una heroína, Victoria». Victoria sonrió suavemente. Luego miró a Pipo y dijo: «Papá ya no tiene frío, porque ahora vive en nuestros corazones». Esa noche, en el patio trasero de su nueva casa en el pequeño pueblo, Carmen observaba en silencio cómo Victoria pedaleaba su bicicleta por el jardín. La risa de la pequeña resonaba clara e inocente, en medio de una tranquilidad finalmente recuperada. Francisca Díaz, la vecina que una vez llevó a Victoria a la comisaría, había venido de visita.
Puso una mano sobre el hombro de Carmen. “¿Lo lograste?”, susurró Francisca. “La niña realmente ha revivido”. Los ojos de Carmen estaban empañados. Perdió a su padre, pero al menos ya no tiene que vivir en la oscuridad. Francisca miró a Victoria y luego la volvió a mirar. “Y tú, salvaste a una niña con amor. No hay nadie más digno que tú para criarla y convertirla en una gran persona”. Luis Ramos estaba solo en su oficina, tarde en la noche, con el informe final del caso de Marta Gómez sobre su escritorio.
Colocó la copia del dibujo de Victoria, el mismo del juicio, en un instante. Debajo, una nota escrita con letra infantil decía: «Papá está bajo el suelo de la cocina. Pero ahora papá está en mis sueños». Luis suspiró y murmuró. Justicia no es encerrar a alguien. Justicia es cuando una persona inocente puede seguir viviendo sin miedo. Dos años después del juicio que conmocionó a Salamanca, Victoria Gómez ya era una niña de 6 años. Tenía el pelo hasta los hombros, recogido en dos trenzas, y sus grandes ojos oscuros ya no reflejaban miedo.
Todas las mañanas, Victoria llevaba una pequeña mochila con un gatito dibujado y caminaba de la mano con su abuela Carmen hacia la escuela. Hoy era un día especial, un día de dibujo libre. La maestra María Eugenia repartió papel y crayones y dijo a la clase: «Hoy vamos a dibujar a la persona que más queremos en el mundo». Sí. Victoria no dijo nada; solo sonrió y eligió con cuidado los colores rojo, azul y amarillo. Mientras sus compañeros dibujaban familias, mascotas, superhéroes o princesas, Victoria dibujó una escena sencilla: una niña pequeña de pie junto a un hombre alto con un globo rojo.
Ambas miraron al cielo. “Ya terminé”, dijo Victoria, sosteniendo su dibujo. La señorita Eugenia se agachó y preguntó en voz baja: “¿Quiénes son?”. Victoria. “Es mi papá”, respondió. “¿Y qué hace tu papá? Me está viendo crecer en el dibujo y en mis sueños”. Esa tarde, Carmen llegó temprano a recoger a Victoria. Abuela y nieta caminaron juntas por el parque, pasando por el banco donde Julián le leía a Victoria todos los fines de semana. Carmen no dijo nada; solo observó a su nieta, que le tomaba la manita.
Abuelo, dijo Victoria, ¿es cierto que la gente nunca muere si la recordamos? Carmen se sobresaltó un poco. ¿Por qué preguntas eso, mi amor? Porque soñé con papá, explicó Victoria. Estaba de pie en una nube, saludándome y diciendo: «Gracias por no tener miedo de decir la verdad». Entonces papá subió más alto, pero su sombra permaneció. Carmen sintió un nudo en la garganta. Sí, tu papá sigue aquí, en tu corazón y en cada dibujo, en cada sueño.
Victoria apretó la mano de su abuela. Nunca olvidaré a papá. Esa noche, Victoria escribió en su diario. La gente piensa que soy pequeña y que no entiendo nada, pero yo sí. Sé cómo mantener a papá conmigo, no con mis manos, sino con mis recuerdos. Papá era tan frío antes. Ahora ya no es frío porque vive en mi sonrisa diaria. Esta historia nos muestra que la verdad siempre encuentra su voz, incluso si viene de una niña de 4 años.
Con una frase aparentemente ingenua, Victoria rompió el silencio que rodeaba un crimen y trajo justicia a su padre. De ella, aprendemos que las emociones y las palabras de los niños nunca deben subestimarse, porque a veces ven lo que los adultos han optado por olvidar. El amor, la atención oportuna y la fe en la justicia pueden salvar el alma de un niño de la oscuridad.