Finalmente, reuní el coraje.
“Disculpe”, susurré con voz temblorosa. Se giró, y cuando su mirada se cruzó con la mía, el mundo pareció detenerse. Solté: “Te pareces a mi madre”. Por un instante, simplemente me observó, como si buscara en mi rostro algo familiar. Entonces, con voz temblorosa, dijo: «Sé quién eres».
Sus palabras me dejaron atónita. No era mi madre, era su hermana gemela, un secreto que mi madre nunca había revelado. Habían estado separadas de niñas, se habían criado en países diferentes y habían perdido el contacto para siempre. Mi madre siempre había anhelado encontrarla, pero la vida nunca le dio la oportunidad.
Allí, en París, con lágrimas corriendo por mi rostro, me di cuenta de que no estaba viendo un fantasma. Estaba conociendo la parte que faltaba de su historia y, en muchos sentidos, la parte que faltaba de mí misma. Juntas, prometimos honrar su memoria construyendo el vínculo que una vez había soñado.