Esa noche, pasé horas frente al espejo. Un vestido rojo ajustado, el pelo cuidadosamente rizado, un maquillaje impecable que me hacía sentir como una reina. Me imaginé la escena: entrar en la habitación, todas las miradas fijas en mí, comparándome —radiante y altiva— con una novia frágil en silla de ruedas. Estaba convencida de que yo sería la que brillaría.