Papá, qué bonita es”, dijo la hija de la Pache a la mujer que había sido rechazada y humillada en el altar por su cuerpo, sin imaginar que ese apache la amaría como ningún otro hombre lo había hecho jamás. En el árido territorio de Nuevo México, donde el viento arrastraba promesas rotas y el sol castigaba sin piedad, Isabel Morales caminaba hacia la pequeña capilla de San Jerónimo con pasos que pesaban como plomo.
Era octubre de 1874 y a los 23 años su cuerpo robusto y alejado de los cánones de belleza que valoraba la sociedad había sido motivo de burlas desde que tenía memoria. El vestido de algodón crudo que había cosido ella misma se ceñía incómodamente sobre sus caderas anchas y sus manos temblorosas ajustaban una y otra vez el rebozo que cubría su cabello castaño. No era el temblor de una novia nerviosa, era el estremecimiento de quien se dirigía a su propia humillación pública.
Más vale que funcione”, murmuró entre dientes, apretando los labios hasta que le dolieron. “Más vale que Juan sea el hombre que dice ser. ” Juan Herrera, viudo de 42 años, había aceptado casarse con ella después de tres meses de negociaciones discretas. No había habido cortejo, no había habido promesas de amor, solo un acuerdo práctico. Él necesitaba quien cuidara su rancho y cocinara para él. Ella necesitaba un techo y una razón para no terminar siendo la solterona del pueblo, que todos compadecían con sonrisas falsas.

La capilla improvisada en el extremo del pueblo parecía demasiado pequeña para contener la expectación maliciosa que se respiraba en el aire. Los bancos de madera crujían bajo el peso de comerciantes locales, vecinos curiosos y algunos familiares distantes que habían venido más a presenciar el espectáculo que a bendecir la unión. Isabel podía sentir sus miradas clavándose en su espalda como alfileres. Escuchaba los susurros apenas disimulados, las risitas ahogadas tras las manos, los comentarios crueles que se creían lo suficientemente silenciosos.
Pobre Juan,” decía doña Carmen, la esposa del panadero. No sé cómo va a aguantar, al menos ella sabe trabajar”, respondía otra voz, “Aunque sea fea como un pecado mortal. Cada palabra se clavaba en el pecho de Isabel, pero mantenía la cabeza erguida. Había aprendido durante años a caminar como si no escuchara, a sonreír como si no le importara, a respirar como si cada inhalación no fuera un acto de resistencia contra el mundo que la rechazaba. El padre Sebastián, un hombre delgado y nervioso que había llegado al pueblo apenas un año antes, carraspeó incómodo mientras ojeaba su libro de oraciones.
Sus ojos esquivaban los de Isabel cada vez que intentaba mirarlo directamente, como si su presencia fuera una mancha que prefería no ver. Entre los asistentes, casi inadvertido, en un rincón de la capilla, estaba Nahuel, alto de piel bronceada por el sol del desierto, con el cabello negro que le caía hasta los hombros y vestido con ropa de trabajo simple pero limpia. Había venido al pueblo para entregar una carga de pieles a don Enrique, el comerciante, y al no tener donde dejar a su hija de 6 años, había decidido permitir que presenciara la ceremonia mientras él esperaba que terminaran los negocios del día.
Ailen se aferraba a la mano de su padre, sus grandes ojos oscuros observando con la curiosidad inocente de la infancia todo lo que sucedía a su alrededor. La niña no entendía las tensiones que flotaban en el aire ni el peso de las miradas despectivas que recaían sobre la novia. Juan apareció finalmente por la puerta lateral con el sombrero en las manos y una expresión que mezclaba resignación con algo parecido al arrepentimiento. Era un hombre práctico, de constitución delgada y barbacana, que había aceptado esta unión más por necesidad que por deseo.
Al ver a Isabel esperándolo frente al altar, vaciló apenas un instante, pero siguió caminando. El silencio que siguió fue denso como el aire antes de una tormenta. Hermanos, comenzó el padre Sebastián con voz temblorosa, estamos aquí reunidos para unir en santo matrimonio a Juan Herrera y a Isabel Morales. Fue entonces cuando los murmullos y las risitas crecieron en intensidad. Don Ramírez, el hombre más poderoso del pueblo, se inclinó hacia su esposa y murmuró algo que hizo que ella soltar una carcajada mal disimulada.
Otros siguieron su ejemplo como si hubieran estado esperando una señal para liberar toda la malicia contenida. Isabel sintió que el suelo se tambaleaba bajo sus pies. Sus manos, que sostenían un pequeño ramo de flores silvestres que había recogido esa mañana, comenzaron a temblar visiblemente. El vestido que había cosido con tanto cuidado le parecía ahora un disfraz ridículo, una pretensión patética de normalidad en una situación que se había vuelto un espectáculo cruel. Juan miraba hacia el suelo, claramente incómodo por la atención que estaba recibiendo.