Llevábamos 3 años de casados, el amor seguía siendo intenso, cuando de repente un día mi esposo, con semblante serio, dijo:
—“Quiero dormir solo por un tiempo…”
Me quedé paralizada. Para una mujer, escuchar eso es como un rayo en mitad del cielo. Lloré, me enojé, incluso me opuse con todas mis fuerzas, pero él se mantuvo firme. Al final, impotente, tuve que aceptar.
Pero dentro de mí las dudas hervían. Me preguntaba: “¿Tendrá otra mujer afuera? ¿Será que ya siente rechazo por mí?” Las sospechas me carcomían día y noche, me quitaban el sueño y el apetito.
Una noche, aprovechando que mi esposo no estaba en casa, me atreví a contratar a un obrero para que hiciera un agujerito, del tamaño de un dedo pulgar, en la esquina de la pared de su dormitorio.
La noche siguiente, con el corazón latiendo fuerte, me acerqué y pegué el ojo al agujero. Temblaba de pies a cabeza.
Y entonces… casi me desmayo.
En la habitación, mi esposo no estaba abrazando a ninguna mujer. Él estaba de rodillas, con velas, incienso y una vieja fotografía frente a él. Sus ojos rojos, mientras murmuraba el nombre de una mujer y lloraba como un niño.
Esa mujer… no era una desconocida. Era la foto de boda con su primera esposa, fallecida hacía 5 años.
Él quería dormir solo, no porque me engañara, sino porque necesitaba, en silencio, “volver” a esos recuerdos, a ese primer amor que jamás había olvidado.
Me dejé caer al suelo, con lágrimas en los ojos. La rabia se desvaneció, solo quedó un dolor amargo mezclado con compasión: todo este tiempo no era que me estuviera traicionando, sino que yo vivía con un corazón que nunca me había pertenecido.