Casados por 3 años, de repente mi esposo pidió dormir en cuartos separados. Me opuse con todas mis fuerzas, pero no lo logré. Una noche, mientras él no estaba, mandé hacer un pequeño agujero en la pared, y al mirar en secreto al día siguiente… me quedé helada

 

Me quedé sentada en el suelo frío, con los dedos temblorosos aún aferrados al borde del agujero. La imagen de mi esposo de rodillas ante el retrato de su difunta esposa me atravesaba el alma. Yo temía a otra mujer viva, a una traición, pero resultaba que competía con una sombra del pasado.

Había pensado que, si mi amor era sincero y mis cuidados constantes, un día él volvería a quererme. Pero ahora entendía que hay heridas y amores imposibles de reemplazar. Yo solo era una huésped temporal en una casa cuyo corazón estaba sellado para siempre en el ayer.

Esa noche regresé a mi cuarto, enterré la cara en la almohada y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Ya no estaba enojada con él, solo me dolía por mí misma: una mujer que había entregado su juventud a un corazón que nunca tuvo lugar para ella.

Los días siguientes seguí cumpliendo con mis deberes: cocinar, lavar, limpiar. Pero ya no esperaba abrazos ni palabras de cariño. Solo vivía en silencio, observando, preparando mi decisión.

Una mañana, puse los papeles del divorcio sobre la mesa, en el lugar donde él tomaba café. Cuando los tomó, me miró sorprendido. Yo sonreí, débil pero decidida:

 

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