Dicen que dejó el rancho en venta y se dirigió hacia California. Isabel recibió la noticia en silencio. Parte de ella ya lo sabía, lo había sabido desde el momento en que Juan había vacilado durante la ceremonia. Pero otra parte, la parte que se había aferrado a la esperanza de encontrar un hogar, se desmoronó como una casa de naipes. Bueno, continuó doña Carmen, al menos ahora ya sabes la verdad. Mejor así, ¿no? Un hombre que se va es mejor que un hombre que se queda, pero no te quiere.
Cuando se quedó sola, Isabel se permitió llorar por primera vez desde la infancia. No lloró por Juan, a quien apenas conocía. Lloró por la humillación, por las esperanzas rotas, por la confirmación cruel de que el mundo la veía exactamente como ella había temido siempre. Esa noche, sin dinero y sin lugar donde ir, durmió en el suelo de la que había sido su casa durante una semana. Al día siguiente, el nuevo dueño vendría a tomar posesión. El amanecer encontró a Isabel caminando por las afueras del pueblo con sus pocas pertenencias envueltas en un rebozo.
No tenía destino, solo la necesidad urgente de alejarse de las miradas compasivas y las sonrisas crueles que la aguardaban en cada esquina. El terreno se volvía más árido conforme se alejaba de los límites del pueblo. Los cactus y las plantas espinosas se alzaban como centinelas silenciosos en un paisaje que parecía hostil a toda forma de vida delicada. El sol de octubre, aunque menos implacable que en verano, ya comenzaba a castigar su piel cuando apenas llevaba unas horas caminando.
Sus zapatos, los únicos que poseía, no estaban hechos para largas caminatas por terreno irregular. Al cabo de 3 horas había desarrollado ampollas dolorosas que se reventaban y volvían a formarse a cada paso. Pero siguió caminando porque detenerse significaba pensar y pensar significaba enfrentar la realidad aplastante de su situación. Fue cerca del mediodía cuando se detuvo junto a un pequeño arroyo para beber agua y descansar sus pies hinchados. Se quitó los zapatos y sumergió los pies en el agua fría, cerrando los ojos, mientras el alivio temporal la inundaba.
El sonido de cascos la hizo abrir los ojos bruscamente. Al principio creyó que era Juan, que había regresado para buscarla, pero la esperanza murió tan rápido como había nacido cuando reconoció la figura que se acercaba. Era Nahuel montado en un caballo alzán con Ailén sentada delante de él. La niña lo había visto primero y había insistido en que se detuvieran. Es la señora bonita le había dicho a su padre, señalando hacia donde Isabel descansaba junto al arroyo.
Nahuel desmontó lentamente, evaluando la situación con los ojos entrenados de quien había aprendido a leer el peligro en cada detalle. Las pertenencias dispersas, los zapatos abandonados, la postura derrotada de Isabel le contaron una historia que no necesitaba palabras. ¿Está herida? Preguntó Ailen bajándose del caballo antes de que su padre pudiera detenerla. Isabel intentó ponerse de pie rápidamente, avergonzada de ser encontrada en tal estado, pero el dolor en sus pies la hizo tambalearse. Nahuel se acercó con pasos cuidadosos, como se aproximaría a un animal herido.
“No necesita levantarse”, dijo con voz grave. “¿Tiene algún lugar donde ir?” La pregunta directa la tomó desprevenida. Había esperado curiosidad, tal vez lástima, pero no esta preocupación práctica y sin adornos. No, respondió simplemente porque era la verdad y porque algo en la mirada de Nahuel le decía que las mentiras serían inútiles. Ailen se había acercado y observaba los pies hinchados de Isabel con la seriedad preocupada de una niña que había visto el sufrimiento de cerca. “Papá”, murmuró.
está lastimada como cuando yo me caí de la roca. Nahuel se quedó en silencio durante un largo momento. Isabel pudo ver el conflicto interno que se desarrollaba en su rostro. Ayudar a una mexicana abandonada podría traerle problemas, especialmente si alguien interpretaba mal sus motivaciones. Pero ignorar a alguien en necesidad iba contra todo lo que le habían enseñado sus ancianos sobre el honor y la compasión. Tengo una cabaña”, dijo finalmente. No es gran cosa, pero tiene techo y paredes.
Puede quedarse hasta que se mejore sus pies y decida qué hacer. Isabel lo miró a los ojos buscando algún rastro de las intenciones ocultas que toda su vida le habían enseñado a temer de los hombres, pero encontró solo cansancio, una soledad que reconocía porque la llevaba dentro de sí misma y algo más difícil de definir. Respeto. ¿Por qué? Preguntó. Nahuel miró hacia Ilen, que seguía examinando las heridas con la concentración de una pequeña doctora. Porque mi hija ve algo en usted que vale la pena proteger, respondió.
Y porque los que hemos conocido el rechazo debemos cuidarnos entre nosotros. La admisión de vulnerabilidad viniendo de un hombre que irradiaba fuerza física, la conmovió más profundamente que cualquier declaración grande ycuente. “No tengo nada que ofrecerle a cambio”, murmuró Isabel. “No le pido nada a cambio”, replicó Nahel. Solo que se cure y encuentre paz. Ailén se había quitado su propio reboso y lo sumergía en el arroyo. Con movimientos cuidadosos comenzó a limpiar los pies de Isabel, sus pequeñas manos trabajando con una delicadeza que contrastaba con la dureza del mundo que las rodeaba.
“Mi mamá hacía esto cuando papá se lastimaba”, explicó la niña con naturalidad. Decía que el agua limpia del río llevaba el dolor lejos. Mientras Ailén cuidaba sus heridas con la seriedad de una enfermera experimentada, Isabel sintió algo que no había experimentado en años. Ser cuidada sin condiciones, ser vista como digna de atención y cariño, simplemente por ser humana. Nahuel preparó un pequeño fuego y calentó agua en una olla de metal que llevaba entre sus provisiones. Sin palabras innecesarias, hizo una infusión con hierbas que extrajo de una bolsa de cuero el aroma medicinal llenando el aire del mediodía.
“Beva”, le dijo ofreciéndole una taza improvisada. “Es para el dolor y el cansancio.” El líquido tenía un sabor amargo, pero no desagradable. Y casi inmediatamente Isabel sintió como la tensión comenzaba a abandonar sus músculos doloridos. Cuando sus pies estuvieron limpios y vendados con tiras de tela limpia que Nahuel llevaba para emergencias, él la ayudó a subir al caballo, montando detrás para sostenerla mientras Ailen se acomodaba delante. El viaje hasta la cabaña tomó menos de una hora, pero fue tiempo suficiente para que Isabel comenzara a comprender que había encontrado algo más valioso que un refugio temporal.
Había encontrado bondad genuina en el lugar menos esperado. La cabaña de Nahuel era simple, pero sólida, construida con troncos de pino y adobe en una pequeña ondonada protegida por rocas que la ocultaban de miradas casuales. Tenía dos habitaciones pequeñas, una zona común con una chimenea de piedra y un pequeño cobertizo donde guardaba sus herramientas y provisiones. Lo que más impresionó a Isabel fue la limpieza meticulosa del lugar. Todo tenía su sitio específico, desde las ollas colgadas en ganchos hasta la pequeña pila de mantas dobladas con precisión militar.