“Está guapa, papá.” La novia gorda fue motivo de burlas… hasta que la hija del apache la llamó…

Era evidente que Nahuel había criado a su hija él solo y que había aprendido todas las tareas domésticas por necesidad. “¿Puede usar esta habitación?”, le dijo señalando hacia el cuarto más pequeño. Era donde dormía Ailén antes de que construyera su propia cama junto a la mía. Isabel miró alrededor del espacio diminuto, pero acogedor. Había una cama estrecha con un colchón de paja limpia, una pequeña mesa que servía de escritorio y una ventana que daba vista a un jardín de hierbas medicinales cuidadosamente cultivado.

“No puedo aceptar esto”, murmuró abrumada por la generosidad. Es demasiado. Papá siempre dice que cuando ayudas a alguien, también te ayudas a ti mismo. Interrumpió Ailen con la sabiduría simple de la infancia. Mamá solía decir lo mismo. Nahuel asintió hacia su hija. Mi esposa creía que la bondad es como el agua. siempre encuentra la manera de regresar a su fuente. Durante los primeros días, Isabel se movía por la cabaña como un fantasma tímido, tratando de ocupar el menor espacio posible, de no ser una carga.

Pero gradualmente la dinámica natural de la vida doméstica la fue integrando a la rutina. Ailen, con la confianza natural de los niños, la había adoptado como una presencia permanente. Le enseñaba los nombres de las plantas medicinales que crecían en el jardín. Le contaba historias sobre su madre muerta. Le pedía ayuda para trenzar su cabello negro. “¿Sabes cocinar tortillas?”, le preguntó una mañana la niña, observando como Isabel intentaba ayudar con el desayuno. “Sí”, respondió Isabel. Mi abuela me enseñó cuando era pequeña.

¿Puedes enseñarme? Papá hace tortillas, pero quedan muy duras. Nahuel, que escuchaba desde donde reparaba una silla, soltó algo parecido a una risa. Es verdad, admitió. Mis tortillas podrían servir como suelas de zapato. Fue el primer momento de humor genuino que habían compartido y algo en el ambiente se relajó permanentemente. Los días se convirtieron en semanas. Isabel encontró su lugar en la pequeña familia, cuidando a Ailen, enseñándole canciones que recordaba de su infancia, ayudándola con pequeñas tareas domésticas.

descubrió que tenía paciencia infinita para los juegos de la niña y que su corazón se expandía cada vez que la pequeña corría hacia ella con una flor silvestre o un dibujo hecho en la tierra. Nahuel trabajaba duro, cazando, recolectando, vendiendo pequeños servicios a los rancheros, que lo aceptaban a regañadientes, pero que necesitaban su conocimiento del territorio y su fuerza física. No exigía nada de Isabel. No la trataba como una sirviente, ni esperaba gratitud constante. Simplemente la incluía en la vida diaria con una naturalidad que la hacía sentir por primera vez en años que pertenecía a algún lugar.

Las noches las pasaban junto al fuego. Isabel cosiendo o remendando ropa, mientras Ailén jugaba con muñecas hechas de trapos. Inahel tallaba pequeños objetos de madera o reparaba herramientas. La conversación fluía naturalmente sin las presiones sociales que Isabel había conocido toda su vida. ¿Dónde aprendió a usar las hierbas medicinales? Le preguntó una noche Nahuel, observando cómo Isabel preparaba una infusión para el dolor de estómago de Ailen. “Mi abuela era partera”, respondió Isabel. Decía que Dios puso medicina en la tierra para quienes supieran buscarla.

“Mi pueblo cree lo mismo”, murmuró Nahuel. “La tierra provee todo lo que necesitamos si la respetamos.” Estas conversaciones, simples en apariencia iban tejiendo una comprensión mutua. Isabel descubrió que Nahuel había perdido a su esposa por una fiebre que ninguna medicina pudo curar, que había criado a Ailén solo durante dos años, que llevaba sobre sus hombros el peso de proteger a su hija en un mundo que la vería como inferior, simplemente por su sangre apache. Nahuel, por su parte, veía como Isabel florecía lejos de las miradas crueles del pueblo.

Su risa se volvía más frecuente. sus movimientos menos temerosos, su voz más firme cuando hablaba. La mujer que había encontrado derrotada junto al arroyo se estaba transformando en alguien fuerte, confiada, valiente. Una tarde, mientras Isabel enseñaba a Ilen a hacer muñecas de maíz, la niña la miró con esos ojos serios que a veces poseía. ¿Te vas a quedar para siempre?, preguntó. Isabel sintió que se le formaba un nudo en la garganta. No lo sé, mi amor. ¿Te gustaría que me quedara?

Sí, respondió Ailen sin dudar. Quiero que seas mi mamá nueva. La mamá que está en las estrellas puede compartir. Las lágrimas que habían comenzado como tristeza se transformaron en algo más complejo, una mezcla de gratitud, amor y miedo. Miedo de atreverse a creer que había encontrado no solo refugio, sino hogar. Esa noche, cuando Ailén dormía y el fuego se había reducido a brasas brillantes, Nahuel se sentó junto a Isabel en el silencio cómodo que habían aprendido a compartir.

“¿Qué piensa hacer?”, preguntó suavemente. Isabel miró hacia la habitación donde dormía Ailen, escuchando la respiración tranquila de la niña. “No lo sé”, admitió. Por primera vez en mi vida no estoy huyendo de algo. Estoy en un lugar donde me quieren. No sé qué se hace con eso. Nahuel asintió lentamente. El miedo a la felicidad es real. A veces es más fácil vivir en el dolor que arriesgarse al gozo. Y usted, preguntó Isabel, ¿qué piensa de esto? La pregunta colgó en el aire entre ellos, cargada de posibilidades no expresadas.

Pienso dijo Nahuel después de un largo silencio, que Ailen ha sido más feliz estas semanas que en los dos años desde que murió su madre. Pienso que esta casa se siente más como hogar con usted en ella y pienso que tengo miedo de nombrar lo que siento, porque las palabras pueden romper cosas frágiles. Isabel sintió como algo cálido se expandía en su pecho. No era la pasión ardiente de las novelas románticas, sino algo más profundo y más sólido, el reconocimiento de dos almas que habían encontrado en la otra un puerto seguro.

Leave a Comment