Perder a mi madre a los once años fue el momento en que mi infancia llegó a su fin. Un día estaba riendo conmigo en la orilla, y al siguiente ya no estaba: un accidente repentino que destrozó nuestro mundo.
Mi padre nunca volvió a ser el mismo después de eso. Crecí, fui a la escuela, forjé una carrera, pero en el fondo siempre había un vacío que no podía llenar. Llevaba su recuerdo a todas partes: su voz dulce, su sonrisa radiante como una sombra de la que nunca podría escapar.
Solo con fines ilustrativos.
Y entonces, el mes pasado, sucedió algo que lo cambió todo. Estaba en París de viaje de trabajo, paseando por una calle tranquila cerca de Montmartre cuando la vi. Una mujer pasó caminando y todo mi cuerpo se congeló.
Se parecía exactamente a mi madre. Los mismos ojos, la misma forma en que se recogía el pelo tras la oreja. Mi corazón se aceleró mientras la seguía, entre la incredulidad y una esperanza desesperada que no podía explicar.